Una tuerca no tiene importancia.
Se pierde y no importa.
Otra cosa es el pendiente que le da sentido.
Y mucho más la oreja.
Una tuerca en el suelo
no significa nada.
En el suelo del dormitorio
puede camuflarse
en las ranuras del parqué.
No tiene el brillo del pendiente
ni su importancia.
Una tuerca no importa casi nunca.
Un día vi una tuerca
en la grieta
del suelo
bajo la cama.
En mi lado.
Pero oculta
bajo las faldas del edredón.
Y no le di importancia.
Los suelos se quiebran
y, a veces, gritan y esconden tuercas.
Brillaba solo un poco.
Lo justo para dejar de esconderse.
Como diciendo: “¡Eh!, que yo también existo.”
Que antes vivía detrás de una oreja.
La tuya
¿La tuya?
Podría ser la tuya.
Deja la tuerca en la cómoda
y trágate tu propia incomodidad.
No es más que una tuerca sin importancia
en el suelo viejo del dormitorio.
Del suelo a la cómoda.
Una tuerca viuda de su pendiente
y de su oreja.
La mía
¿La mía?
Le quito la interrogación y la duda.
Y olvido la tuerca.
Es fácil olvidar
las cosas sin importancia;
hasta que desaparecen.
Y el vacío visual que dejan
resucita la interrogación.
¿La mía?
La pregunta salta
de mi cabeza a la boca.
¿Has visto la tuerca que he dejado en la cómoda?
Incómodo.
Rápido.
Va a por un cepillo y un recogedor.
Se habrá caído al suelo —dice.
No hace falta, solo es una tuerca.
Suda y habla mucho mientras barre
entre las espigas del parqué.
Y yo sigo quitándole importancia.
Solo es una tuerca.
Peor hubiera sido un pendiente.
El suelo está limpio de tuercas.
El recogedor no recoge nada.
Y yo recojo mis interrogantes
y los guardo en el cajón de la cómoda,
donde
siempre
guardo los pendientes
que me quito
siempre
antes de dormir.
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