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Vida bohemia

¿Cuánto de vida bohemia cabe en un encuadre espontáneo de una realidad sin poses? Aunque los que han de posar sean objetos inanimados; algunos a punto de ser engullidos sin filtros ni ceremonias.

Esta es mi mesa de la terraza un día cualquiera de febrero. Esto está escrito al alimón entre un pilot negro cansado de vivir y otro azul que coge el relevo para rellenar unas cuantas hojas de una libreta negra de bazar. Cero setenta y cinco. Pero marca Cervantes, para darle un caché que disimule las dos grapas cutres que unen un puñado de folios doblados por la mitad.

En serio. No hay nada que sea envidiable, tal y como entendemos la envidia detrás de una pantalla. No es un bodegón de elementos bien encajados. No es la mejor perspectiva ni la mejor gama cromática. No hay glamour en un queso gouda en lonchas de marca blanca, unos mejillones huérfanos de patatas fritas, una pinza de plástico amarillo que marca el fin inminente de una bolsa de picos de pan, una salsa de queso sin tortillas de trigo para mojar en ella (dipear, le llaman) y un vino que, a pesar del porte en copa, está abierto desde antes de ayer.

Se escuchan los pájaros, sí. Pero también algún coche, motos y la suspensión hidráulica del autobús. Esa especie de resoplido que emite al llegar a cada parada. Yo también resoplaría de cansancio si me pasara la vida rodando a trompicones sin salirme de la ruta. Corrijo: yo también resoplaba de cansancio cuando me pasaba la vida rodando a trompicones sin salirme de la ruta.

Aunque ahora toca otra cosa. La vida bohemia. Una piensa, con cierta razón, que las formas importan. Que todo sabe mejor si das con el encuadre perfecto y el aperitivo se sirve en cuencos artesanos sobre un mantel de hilo, junto a un jarrón con flores preservadas y un libro de literatura rusa para asegurar los buenos tragos. Pero yo acabo de meter los dedos en la salsa de queso y, al chuparlos, he sentido el mismo deleite. ¿El mismo, el mismo? Tal vez más. Pero eso solo ocurre desde este lado de la cámara.

Desde el otro, la escena se convierte en un goce mediocre. Una imagen que no es digna de compartirse. No al menos en un soporte duradero. Condenada al consumo voraz que no permite relamerse los dedos ni marear el vino mientras escuchas ese pájaro que tiene un canto tan gutural. La tórtola turca. Lo sé desde que busqué en Google “pájaro que hace uh, uh, uhhh” y me salió un vídeo de ornitología. Y ahí estaba ese sonido que siempre me lleva a los veranos de mi infancia en el campo y nunca había sabido ponerle cara o pico.

Unas tórtolas turcas que me acompañan en el aperitivo y también se cagan sin piedad en toda la barandilla de la terraza hasta el punto de corroer la pintura. Y eso tampoco sale en la foto de mi vida bohemia.

Pero no voy a negarme el placer de observar cómo el escabeche de los mejillones se refleja en el mantel a modo de horizonte de fuego, o cómo la sombra carmín del vino se estremece con el temblor de la copa mientras escribo en esta mesa vieja e inestable.  Los nervios, el alcohol, la enfermedad o el frío están detrás de todos los temblores humanos preocupantes. El orgasmo se salva de la preocupación. Tal vez ni eso. Dejémoslo en que este momento es un gustazo y que no me apetece dejarlo como onanismo.

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