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El túnel

Y se pregunta cuántas escritoras y escritores han escrito sobre el escritor que escribe. Y recuerda que su profesor de narrativa renegaba de esas tramas de novato, igual que renegaba de las matinales, los adjetivos antepuestos y la palabra alma.

Pero entonces se pregunta el porqué de los lugares comunes. Los lugares a los que vuelven (volvemos) para contentar a nuestro ego viendo cómo se abre la escritura. Un regalo que, a veces, parece envuelto en papel del chino. Arrugado y descolorido nada más tocarlo. No sabemos lo que oculta, pero el envoltorio importa; nos da pistas. Y la metaficción también tiene arrugas y empieza a desdibujarse al contacto con otras manos que no son las propias.  

Le da igual. Y sigue. La escritora no está para ponerse exquisita. Y suelta todo aquello que le viene en gana. O sin ganas. Su antebrazo izquierdo se tensa, se retuerce y le recuerda que hay un túnel cada vez más estrecho por el que no caben todos sus impulsos. Lo del carpiano: la dolencia física que decide explotar en su próximo relato.

Escribe que un día iba de camino a su antiguo trabajo. Que era enero, que había helado, que al cambiar de acera resbaló con una placa de hielo y cayó de culo apoyando el codo izquierdo, y que supone que ahí empezó todo, aunque ningún médico le haya confirmado la causalidad.

¿Te duele mucho? No, no me he roto nada. Sigo. Sigo una semana. Sigo dos.  A la tercera semana, de baja. Ya en febrero y con un pico de vencimientos diarios inaplazables. El antebrazo. La muñeca. Los dedos. Todos a punto de vencerse también. Los calambres. Las contracturas. Y la culpa.

¿Esto es lo único que recuerda? ¿Para qué más? Tres o cuatro líneas de antecedentes. A nadie le importa el origen del dolor ajeno.

Pero ya han pasado siete años y la escritora está frente al ordenador buscando todo aquello que le pincha, duele o escuece, porque eso es lo que ha leído en el último año y no quiere ser menos. Las fantasías no le interesan. No cree en más monstruos que en los propios, pero ¡ay, los dolores! Ahí los tiene. A su alcance. Al tocar la t, la b, la s. Un dolor sin herida abierta ni estigmas sociales. También tiene de los otros; de los que no se pueden radiografiar. Aunque esos los dejará para otras historias.

Esta va de su mano izquierda, que no es la dominante. La escritora avanza. Cuatrocientas palabras. Cuatrocientas cuatro. Se dice que para el primer día está bien, que no puede forzar mucho. Escribe a su fisioterapeuta para pedir cita. Sabe que después de la sesión no podrá escribir en un par de días. Sabe que eso le trastoca los buenos propósitos y el compromiso con su cita literaria. Por eso se resiste a dejar de teclear. Y fuerza. Y fuerza. Y el calambre le llega hasta la nuca. Cuatrocientas setenta y ocho. Quinientas sería lo ideal. Con una sola mano -la derecha- cumple el cupo y algunas de propina.

Al día siguiente, el fisio le pone hielo después de manosear, estirar y punzar su antebrazo. Hielo. La causa y el remedio. Sale del centro de rehabilitación con una mano útil y otra en cuarentena; restringida. Llueve. Sujeta el paraguas con la mano sana y camina de vuelta a casa, con esa irrelevancia de todos los personajes que se trasladan de un punto a otro sin que ocurra nada. Sin acción. Un movimiento mecánico que solo deja huellas en el suelo, en el papel o en la pantalla; como de haber pasado de puntillas o actuar de figurante.

Pero ya el dolor le importa menos. Una página. Su túnel. Su túnel le ha dado una página de algo que duele y no importa a casi nadie. Un dolor que no es de pérdida, de abuso o de injusticia. Un dolor que no mata. La escritora se siente satisfecha al releer las seiscientas sesenta y. Shhh. La última “y” le marca el camino al infierno. Un túnel sin salida que se ha estrechado lo suficiente para que ya no pase  n    a    d   a.

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