El semáforo de peatones parpadea, pero me puede la prisa kamikaze.
Mierda. Solo he llegado hasta la mitad. A esta especie de acera minúscula donde apenas se puede colocar un pie delante del otro sin perder el equilibrio. Me agarro a uno de los árboles escuálidos plantados entre los adoquines. A ellos tampoco les dio tiempo a cruzar; y ahora tienen miedo, como yo. Por eso están tan consumidos. De miedo. Y sin hojas. Se las ha arrancado el viento de la velocidad motorizada. Si no me mantengo inerte y comprimida también acabará por arrancarme de cuajo. Que yo no tengo raíces. O eso creo. Las dejé al otro lado de la calle, donde decidí cruzar impulsada por un monigote verde intermitente. Si me atropellan será el culpable, que lo sepáis. Sé que no hay cárceles para peatones luminosos, pero que pague con la oscuridad. Que mi vida vale más que una ristra de bombillas mete prisas.
Sigo en la mediana apretando el bolso contra mi costado. Ni un resquicio entre la correa y mi cuerpo. Cualquier descuido podría desequilibrarme. No sé si prefiero que me arrollen boca arriba o boca abajo, así que me quedo como un árbol, pero sin tierra ni musgo. Ya tendremos tiempo de tierra. Ahora solo quiero llegar al otro lado de la calle.
El semáforo me devuelve una imagen a modo de espejo. Debo de estar roja. Por las prisas. Una prisa que ha fracasado en mitad de los seis carriles, dejándome petrificada. Como un monigote, pero con menos luces.
No logro distinguir la marca de los coches. Me parecen borrones de chapa coloreada. A mi espalda habrá otras chapas de otros colores; lo sé por el ruido que hacen y el viento que se me cuela por los riñones. Tenía que haberme puesto una camiseta interior, pero se me olvidó con las prisas. Los árboles de la mediana no tienen infecciones de orina. Ni riñones.
De vez en cuando se cuelan motos entre los coches. No muevo la cabeza para seguirlas; por aquello del equilibrio. Las intuyo con la vista fija en la otra acera. Los cascos me parecen bolas de billar gigantes rebotando entre los demás vehículos. Quieren llegar antes. Y yo también quiero que el semáforo vuelva a ponerse en verde para los peatones. Es una prisa compartida.
Siento un vértigo horizontal que me incita a dar pasos hacia el frente. Me asusta este impulso suicida. Mejor me quedo quieta; que los conductores no tienen la culpa de mi error de cálculo al cruzar la calle y tener que pararme en la mediana. Una mediana que resulta ser pequeña. Como ocurre con las tallas.
Circulan los últimos coches del flujo continuo. El ámbar ha cumplido su función. Solo un par de acelerones más y tendré la vía libre, para cuando el monigote verde decida que camine. Él parece no tener prisa, pero luego engaña. Por su culpa crucé rápido. Pero no lo suficiente. Y aquí estoy: en mitad de dos ríos de asfalto, con la respiración tan encogida como mi trasero. Ya veis, las curvas son peligrosas.
Por fin se detiene el movimiento en ambos sentidos. Es el turno de los peatones, y de los árboles. Ellos no cruzan. Prefieren mantenerse en el centro. Constantes.
Corro hacia la acera de enfrente. El semáforo aún permanece en verde, sin parpadeo. Esta vez me he dado más prisa. Una prisa que ya no tengo. Solo quería cruzar la calle y ver de lejos las raíces que abandoné en la acera contraria. Pueden seguir circulando. Ya no tengo miedo.
Pienso que es difícil expresar en un relato extenso tantas ideas y todas muy bien expresadas sobre un tema trivial.
Enhorabuena a la escritora.
Muchas gracias, Maribel. Aparentemente trivial es cruzar la calle, pero va mucho más allá 😉